El problema con los que tienen un problema con Peter Handke

Un artículo de Pierre Assouline para La République des livres.

Traducción del francés por Sofía Libertad Sánchez y Simón Uprimny.

POR Pierre Assouline

Octubre 07 2021
Fotografía extraída de La République

Fotografía del artículo original. © La Rèpublique


Se veía venir y ocurrió: tan pronto se hizo el anuncio del Premio Nobel de Literatura 2019, concedido al austríaco Peter Handke (n. 1942) aquel jueves 10 de octubre, numerosas voces se alzaron para denunciar la decisión y sus motivos. Los académicos suecos salían apenas de una serie de escándalos (Bob Dylan era inmortalizado como poeta mayor, el asunto Arnault, las dimisiones y la crisis interna que le siguieron) que habían debilitado considerablemente a su institución: no a la “Academia Nobel”, que no existe, sino al Comité Nobel de la Academia sueca, el cual hace que sus expertos se quemen las pestañas todo el año para lanzar sus redes por todo el mundo literario y así establecer su selección.

Ese año –nada de sorpresas– lo habían prometido. Había que ser conciliadores. Lo fueron escogiendo a la polaca Olga Tokarczuk para el premio de 2018, que llegó con retraso, y al austríaco más famoso de Chaville, en Altos del Sena: Peter Handke. La Academia debía acordarse bien de que este último, a pesar de su merecido estatus de clásico moderno, no era solamente una personalidad que polariza: arrastraba una cacerola, pero no se imaginaban que esta podía hacer ruido tanto tiempo después, hasta cubrir la única cosa que debería importar aquí: su obra, una de las pocas que desde los años setenta es constante en su riqueza, diversidad, singularidad y fidelidad a… su autor y no a las tendencias de la época, a las modas, a las presiones de su tiempo.

No obstante, el Pen America, la poderosa organización internacional de defensa de los escritores y de la libertad de expresión (poderosa, al menos en Estados Unidos) expresó su “profunda decepción” tras el anuncio. Se declaró “atónita” de que, según ella, Peter Handke hubiera usado su notoriedad para “socavar la verdad histórica” y ofrecer un apoyo público a los “autores del genocidio”, en otras palabras, al antiguo presidente serbio Slobodan Milosevic y al antiguo líder de los serbios de Bosnia, Radovan Karadzic. También en Estados Unidos, Carolyn Kellogg, la crítica del Chicago Tribune citada en The Literary Saloon, decretó por las mismas razones que, sin haber leído jamás a Handke, ciertamente no iba a empezar a hacerlo ahora. En The Intercept, Peter Maass fue más lejos todavía al asociar a Peter Handke con los criminales de guerra que este defendió, y luego trató a los académicos suecos de estetas irresponsables que, con su voto, sentenciaron a muerte el Premio Nobel de Literatura. 

La violencia de estas acusaciones solo puede reforzar la voluntad de independencia del comité sueco, indispensable después de los eventos que hicieron tambalear a la institución. Es un excelente indicador de lo que nos separa de esos pobres intelectuales estadounidenses, presos entre dos morales igualmente detestables: el trumpismo, con los estragos que sabemos que hizo en la Norteamérica profunda, y la corrección política, que hace otro tanto sobre las conciencias, principalmente en los entornos universitarios de la costa Este y la costa Oeste. Dos mandatos morales igual de despreciables, a cien leguas de cualquier ética, pero muy próximos a una moralina de las más arcaicas, a la cual los europeos no sabrían resistir mucho más tan pronto se manifiesten sus síntomas más visibles: racializar (¡qué palabra atroz!), la obsesión por el “género” (idem), excluir en nombre del comunitarismo o el hecho de conformarse a una doxa que se hace más tiránica cuanto más opina. Todo lo que desbroza el camino de un separatismo rampante intolerable en una república. 

Personalmente, no secundo ninguna de las ideas de Peter Handke relativas a la ex-Yugoslavia. ¿Y entonces? ¿En qué medida se justifica que su alegato permanente por el no intervencionismo de los Estados en los asuntos de otros Estados del mundo o sus posiciones serbófilas, que al menos tienen el coraje de la franqueza y de la coherencia mantenidas en el tiempo, acarreen un juicio sobre sus grandes novelas (El miedo del portero al penalti, o su discreta obra maestra sobre su madre, Desgracia impeorable…), sus grandes piezas teatrales (La cabalgata sobre el lago de Constanza), sus traducciones (Bove, Char, Ponge, Modiano, Green), sus cuentos (“El año que pasé en la bahía de nadie”), sus relatos de viaje, sus poemas, sus ensayos? En ninguna. Sea cual sea el lado por donde se tome la cosa, para él como para Céline, Pound, Hamsun y otros réprobos de la sociedad, nada cambia. Juzgar la obra de un escritor, o censurarla de ser necesario (lo que el derecho canónico define como suspensión o destierro) en función de un juicio moral sobre la actitud política o social de su creador no solo es absurdo, simplista y desolador, sino peligroso. En esos llamados públicos al linchamiento en redes sociales hay como un regusto de cacería humana que recuerda las peores épocas. Se puede matar a un escritor por menos que eso, como acaban de hacer en Estados Unidos con actores (Kevin Spacey), directores (Woody Allen, Roman Polanski), cantantes (Plácido Domingo)... En el caso de los escritores, esto ocurriría más bien por medio de falsos rumores o acusaciones infundadas de pedofilia, antisemitismo o negacionismo que pueden ser apartados de la sociedad por un buen tiempo. Así, al liquidar al autor, liquidamos la obra. Con los criterios de moralidad exigidos hoy en día por los censores, Gide habría sido aplastado al día siguiente de Corydon (1924) y Tony Duvert después de Cuando murió Jonathan (1978), por nombrar solo algunos. Es un milagro que se encuentren todavía editores valientes (Léo Scheer, Pierre-Guillaume de Roux, Fata Morgana) para publicar los textos de Richard Millet. 

Durante la guerra civil que condujo al estallido de Yugoslavia, Peter Handke no escondió sus sentimientos pro-serbios. Desde 1999, no habiendo ocultado nunca sus convicciones, Handke (de padre desconocido, austríaco por los campesinos que lo criaron, esloveno por su madre) denunciaba los bombardeos de la OTAN sobre Serbia. Su presencia en el funeral de Milosevic fue notoria y muy mediática, más aún cuando “se afirmó que había tocado con su mano el féretro del difunto para dejar una rosa y expresar su orgullo al enarbolar una bandera serbia.         

 

Imagen extraída de La Republique

Fotografía del artículo original. © La Rèpublique


En Francia, esto provocó un daño colateral que hizo mucho ruido en 2006. En un breve artículo del Nouvel Observateur se dijo que, por su presencia en este funeral y por su “posición revisionista”, Peter Handke habría podido “aprobar la masacre de Srebrenica y otros crímenes de la llamada limpieza étnica”. Handke hizo condenar al periódico por denuncias calumniosas, pero el mal ya estaba hecho. El artículo fue la chispa que encendió la mecha.

El fenómeno de reacción en cadena, ahora inevitable, arrancó enseguida. Tras consultar al consejo de administración, y aunque una parte de sus miembros se mostró hostil, el administrador general de la Comédie-Française, Marcel Bozonnet, generó una acalorada polémica al apartar de la programación del Vieux-Colombier El juego de las preguntas o el viaje al país sonoro (1989) de Peter Handke, que debía ser interpretada entre el 17 de enero y el 24 de febrero de 2007, con una puesta en escena de Bruno Bayen. El administrador del Teatro Francés, seguro de sí mismo, se negaba a ofrecer una “visibilidad pública” al dramaturgo, arguyendo que, incluso si no se trataba de una obra de propaganda, el teatro es una tribuna cuyo “efecto es más amplio que la sola representación”. Entonces, ¡¿para qué la programó?! El discurso de Handke sobre la tumba de Milosevic se inscribía perfectamente en la lógica de su compromiso, tal como lo había manifestado desde hacía años a través de libros y artículos. Para Bozonnet, la pieza no estaba en tela de juicio, pero la presencia de Handke en las exequias del antiguo dictador era un “ultraje a las víctimas”; es decir, no pudo distinguir al hombre de la obra. Reconozcamos que aquí hay un verdadero debate que la polémica ha sacado a la luz sin profundizar en él. Una lástima, pues este supera el caso Handke.  

Si se hubiera tomado la molestia de verificar, Marcel Bozonnet habría descubierto que, si bien era cierto que Handke había pronunciado un discurso en el sepelio de Milosevic, mitad en alemán y mitad en serbocroata, este desmintió oficialmente los gestos y actitudes que se le endilgaron. ¿De qué se trató entonces? Nada menos que de la censura de una obra ejercida en función del comportamiento de su autor. El mismo espíritu estaba a la orden del día hace muy poco, luego de la censura de Las suplicantes por hacer uso del blackface, incluso si no era a Esquilo sino al director a quien se dirigía la rabia de los puros activistas de lo biempensante.

Handke confesó sentirse “asqueado” de toda esta polémica. Aseguró que nunca había tenido una “posición negacionista” a propósito de la masacre de Srebrenica, que no estaba “por” los serbios sino “con” los serbios, que Milosevic no podía calificarse de “dictador” puesto que fue elegido (eh, eso me recuerda a otro por allá en 1933…) y, finalmente, que no se sentía ni un culpable ni un héroe, sino más bien en la piel del “tercer hombre”. Esto no hizo más que aumentar el enigma Handke, pues si dicha expresión alude al filme de Carol Reed y a la absoluta desaparición del rol principal –no al personaje del misterioso enfermero Harbin, sino al espectral traficante Harry Lime–, tal vez habrá que reconsiderar su posición sobre la guerra de los Balcanes a la luz de la legendaria réplica murmurada por Orson Welles en la cabina de la Gran Rueda:

En Italia, durante los treinta años del reinado de los Borgia, hubo guerra, terror, crímenes, derramamiento de sangre, pero esto dio lugar a Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor fraternal y quinientos años de democracia y paz… ¿Y eso qué dio? El reloj cucú... 

A menos que, como nos lo sugiere Olivier Le Lay, uno de los traductores de Handke, El tercer hombre no sea otra cosa que “der Dritte”, el tercero o el testigo, no en el sentido de la acusación ni en el sentido de la defensa. Esto consiste en ejercer su mirada sin neutralidad: 

“Toda su obra es la confirmación de esta ascesis”. 

Poco tiempo después, Peter Handke vio el conjunto de su obra homenajeado por la ciudad de Düsseldorf con uno de los más prestigiosos galardones alemanes: el premio Heinrich Heine. Los libros de este clásico moderno, que en vida parece que acabarán por ser una pléyade, respondían a los criterios del premio ya que están, según el jurado, “situados en el espíritu de los derechos fundamentales del ser humano con los que Heine se comprometió... [y que su autor] promueve el progreso social y político, contribuye al entendimiento entre los pueblos o amplía el conocimiento de las afinidades entre todos los hombres”. En principio, la ciudad de Düsseldorf (ciudad natal de Heine) ratifica siempre la decisión de su jurado, compuesto por eminentes representantes del mundo cultural. Sin embargo, su consejo municipal encendió las alarmas cuando se negó a hacerlo, como si tomase al jurado por un grupo de niños inmaduros, incapaces de desenmascarar a la bestia inmunda detrás del gafufo. Para no respaldar la filiación política de Peter Handke, sancionó entonces al novelista, al dramaturgo y al poeta que había en él. Peticiones, apelaciones, etc: Handke era de nuevo, esta vez del otro lado del Rin, el hombre que traía el escándalo. Cansado, poco después, anunció que renunciaba a su premio. 

Handke es el escritor de la errancia, de la incomunicabilidad entre los seres, de la infancia sagrada, de la cotidianidad trascendida y de los ínfimos detalles que ya no sabemos ver [...] Su prosa tiene el ritmo de una caminata. Avanzamos, miramos, nos detenemos y retomamos. Un flujo y un reflujo [...] Es el Hombre de Giacometti. Tiene un humor devastador. Vive cada día como si fuera el último. 

Lea con mayor profundidad lo que dice de él el crítico Bernard Morlino, uno de los pocos que lo lee y lo frecuenta desde hace años. Es de una profunda justeza. En su antología Soy un habitante de la torre de marfil encontraremos al fin la reproducción de un artículo fino y sensible que da una de las claves de la psicología de Peter Handke. Se trata de un texto de 1991 en el cual su principal traductor, Georges-Arthur Goldsmith, explica la ausencia de diálogos y de conversación en la obra del escritor por su soledad absoluta vista como método y esfuerzo de concentración. Soledad, miedo, malestar y andanza, tantos pasos para llegar a un vacío fecundo y creador. Pero una soledad ontológica propicia el desvelamiento, el perpetuo examen de sí mismo. Hay algo místico en su hipersensibilidad, muy bien analizada por Paul Edel en el artículo “La extrañeza de Peter Handke”. Allí está el verdadero Handke, todo extrañeza, elipsis, ironía y retraimiento del mundo. Lo único que importa, pues allí cohabitan su cara luminosa y su cara oscura. 

 

 

ACERCA DEL AUTOR


Pierre Assouline

Administra un respetable blog literario, La République des livres.